Visiones de un nuevo mundo.
-diario de viaje-
Gómezdelacuesta.
Día 2: retorno a utopía.
La utopía, entonces, no se dirige a la realidad pervertida para tratar de cambiarla, si no a los hombres pervertidos que no quieren o no pueden cambiar, y que por ello mismo se hacen responsables de una realidad cuya perversión ni siquiera intentan mejorar.[1]
En unos tiempos y en unos lugares, seguro abruptos y muchas veces corruptos, somos nosotros los únicos que podemos activar el cambio hacia otras realidades más felices tomando un camino que, sencillamente, puede ser el retorno a lo primigenio, a aquella verdad inicial exenta de todas las deformaciones que la complejidad de nuestra propia evolución ha ido declinando. Y es que a medida que la técnica aumenta el alcance y las posibilidades de los modernos telescopios, vamos perdiendo de vista lo cercano, lo simple, lo natural, lo que nos rodea, mientras nuestro ojo y nuestra razón se van atontando gracias a la extenuante oferta, casi siempre sin dirección ni contenido, que todos estamos padeciendo. Lo que está aquí al lado puede albergar la belleza más sublime, lo sencillo siempre es maravilloso y, en uno de esos extraños contrasentidos en los que nuestra contemporaneidad nos va enredando, la nueva utopía no es un lugar que quizá no existe y hacia el que deberíamos discurrir, sino un sitio donde estuvimos y que muchos de nosotros no supimos disfrutar. Dicen que los caminos de retorno suelen parecer más cortos y de eso queremos dar fe los que emprendemos este viaje a utopía, un lugar real, natural y esencial, al que siempre deberíamos volver.
Día 8: el buen salvaje.
Robinson Crusoe, el extraordinario náufrago, es en realidad una transfiguración moderna del hombre salvaje. Es llevado a una existencia salvaje melancólica porque debe demostrar, en el interior mismo del malestar que quiere combatir, que es posible convertir la necesidad en virtud.[2]
Sin embargo el robinsón contemporáneo sufre de una existencia urbana melancólica en la que padece de ciudad, con todas sus extensas posibilidades, y añora, necesita, a veces sin ser del todo consciente, las virtudes de ese estado salvaje, de lo puro, de lo elemental, del contacto con la –con su- propia naturaleza. El moderno buen salvaje es el viajero ideal, aquél que no cree haber visto, oído, hecho o sabido todo; el que busca nuevos paisajes, el que mantiene intacta su capacidad de fascinarse, de maravillarse, el que no se cree omnipotente, el que posee la suficiente candidez para asombrarse y el que no conoce los pudores, los tabúes, que impiden demostrar su asombro. Algunos niños, cada vez menos, y pocos adultos, conservan esa cualidad tan singular, ese ánimo de buscar sin apenas prejuicios y de vivir lo que se ha hallado sin las contaminaciones que impone aquella pseudocultura envilecedora que limita más que ayuda, mientras van manteniendo, estos privilegiados, la intuición suficiente como para percibir que en lo básico, en lo natural, en lo primero, es donde nuestra verdadera esencia se desarrolla mejor.
Día 11: el árbol en el bosque de la isla.
¡Señor, si no veis más que vida en torno! Donde fijáis vuestra mirada divisáis ramas estremecidas, troncos recios, verdor; donde fijáis vuestro pie dobláis hierbas que después procuran reincorporarse con el apocado esfuerzo doloroso de hombrecillos desriñonados; donde llevéis vuestra presencia habrá un sobresalto más o menos perceptible de seres que huyen entre el follaje, de alimañas que se refugian en el tojal, de insectos que se deslizan entre vuestros zapatos (…) El corazón de la tierra siente sobre sí este hervor y este abrigo, y se regocija.[3]
Y allí donde llegamos había multitud de árboles, árboles que cobijan, esconden, unen y separan; y perdidos de todos y hallados de nosotros mismos, empezamos a buscar un edén tan sencillo que, al principio, nos costó darnos cuenta que ya estábamos en él. El árbol en el bosque y el bosque en una isla, isla con istmos que la convierten en singular península. Las raíces, a veces bien agarradas, y ramas hacia todas direcciones; de las tierras brotan hierbas y las primeras flores, aquellas que, entre pocas luces y alguna penumbra, surgen tras los fríos formando pequeñas constelaciones iluminadas por una luz crepuscular, puntual, que las hace seguro atractivas y algo inquietantes. Las plantas suelen crecer hacia el cielo, pero nunca son completamente iguales. El ingenuo dispuesto a fascinarse tiene todo el bosque por delante, cada brizna de hierba, pétalo curvo o rama retorcida a su manera, se convierten en parte de la maravilla.
Día 17: el ansiado rayo verde.
Aquel cuadro levantó una ola de admiración y de discusiones, ya que mientras unos pretendían que era un efecto natural reproducido maravillosamente, otros sostenían que era puramente fantástico, y que la naturaleza no producía nunca efectos semejantes.[4]
El rayo verde, aquel último haz de luz solar justo antes del ocaso, otorgaba la felicidad a quien tenía la suerte de contemplarlo, ese rayo verde es una ingenua maravilla de la naturaleza que conmueve a los genuinos ingenuos que lo ven, que lo ven por que lo buscan, que lo ven por que confían y que obtienen su felicidad por que creen en ella. Una maravilla que nos devuelve a lo esencial, a la inocencia de lo elemental pero indispensable. Para los que no lo han visto, Miguel Gómez Losada, el pintor visionario –porque él si que ha visto- trata de mostrárnoslo, de darnos la llave, de iluminarnos para abrirnos el camino hacia sus visiones de un nuevo mundo, primeras flores y otras hierbas, el frío, las estrellas, y que todos terminemos, de una forma u otra, real o imaginada, encontrando nuestro paraíso, nuestros propios rayos verdes, aquellos que sin duda han de colmarnos de felicidad.
-diario de viaje-
Gómezdelacuesta.
Día 2: retorno a utopía.
La utopía, entonces, no se dirige a la realidad pervertida para tratar de cambiarla, si no a los hombres pervertidos que no quieren o no pueden cambiar, y que por ello mismo se hacen responsables de una realidad cuya perversión ni siquiera intentan mejorar.[1]
En unos tiempos y en unos lugares, seguro abruptos y muchas veces corruptos, somos nosotros los únicos que podemos activar el cambio hacia otras realidades más felices tomando un camino que, sencillamente, puede ser el retorno a lo primigenio, a aquella verdad inicial exenta de todas las deformaciones que la complejidad de nuestra propia evolución ha ido declinando. Y es que a medida que la técnica aumenta el alcance y las posibilidades de los modernos telescopios, vamos perdiendo de vista lo cercano, lo simple, lo natural, lo que nos rodea, mientras nuestro ojo y nuestra razón se van atontando gracias a la extenuante oferta, casi siempre sin dirección ni contenido, que todos estamos padeciendo. Lo que está aquí al lado puede albergar la belleza más sublime, lo sencillo siempre es maravilloso y, en uno de esos extraños contrasentidos en los que nuestra contemporaneidad nos va enredando, la nueva utopía no es un lugar que quizá no existe y hacia el que deberíamos discurrir, sino un sitio donde estuvimos y que muchos de nosotros no supimos disfrutar. Dicen que los caminos de retorno suelen parecer más cortos y de eso queremos dar fe los que emprendemos este viaje a utopía, un lugar real, natural y esencial, al que siempre deberíamos volver.
Día 8: el buen salvaje.
Robinson Crusoe, el extraordinario náufrago, es en realidad una transfiguración moderna del hombre salvaje. Es llevado a una existencia salvaje melancólica porque debe demostrar, en el interior mismo del malestar que quiere combatir, que es posible convertir la necesidad en virtud.[2]
Sin embargo el robinsón contemporáneo sufre de una existencia urbana melancólica en la que padece de ciudad, con todas sus extensas posibilidades, y añora, necesita, a veces sin ser del todo consciente, las virtudes de ese estado salvaje, de lo puro, de lo elemental, del contacto con la –con su- propia naturaleza. El moderno buen salvaje es el viajero ideal, aquél que no cree haber visto, oído, hecho o sabido todo; el que busca nuevos paisajes, el que mantiene intacta su capacidad de fascinarse, de maravillarse, el que no se cree omnipotente, el que posee la suficiente candidez para asombrarse y el que no conoce los pudores, los tabúes, que impiden demostrar su asombro. Algunos niños, cada vez menos, y pocos adultos, conservan esa cualidad tan singular, ese ánimo de buscar sin apenas prejuicios y de vivir lo que se ha hallado sin las contaminaciones que impone aquella pseudocultura envilecedora que limita más que ayuda, mientras van manteniendo, estos privilegiados, la intuición suficiente como para percibir que en lo básico, en lo natural, en lo primero, es donde nuestra verdadera esencia se desarrolla mejor.
Día 11: el árbol en el bosque de la isla.
¡Señor, si no veis más que vida en torno! Donde fijáis vuestra mirada divisáis ramas estremecidas, troncos recios, verdor; donde fijáis vuestro pie dobláis hierbas que después procuran reincorporarse con el apocado esfuerzo doloroso de hombrecillos desriñonados; donde llevéis vuestra presencia habrá un sobresalto más o menos perceptible de seres que huyen entre el follaje, de alimañas que se refugian en el tojal, de insectos que se deslizan entre vuestros zapatos (…) El corazón de la tierra siente sobre sí este hervor y este abrigo, y se regocija.[3]
Y allí donde llegamos había multitud de árboles, árboles que cobijan, esconden, unen y separan; y perdidos de todos y hallados de nosotros mismos, empezamos a buscar un edén tan sencillo que, al principio, nos costó darnos cuenta que ya estábamos en él. El árbol en el bosque y el bosque en una isla, isla con istmos que la convierten en singular península. Las raíces, a veces bien agarradas, y ramas hacia todas direcciones; de las tierras brotan hierbas y las primeras flores, aquellas que, entre pocas luces y alguna penumbra, surgen tras los fríos formando pequeñas constelaciones iluminadas por una luz crepuscular, puntual, que las hace seguro atractivas y algo inquietantes. Las plantas suelen crecer hacia el cielo, pero nunca son completamente iguales. El ingenuo dispuesto a fascinarse tiene todo el bosque por delante, cada brizna de hierba, pétalo curvo o rama retorcida a su manera, se convierten en parte de la maravilla.
Día 17: el ansiado rayo verde.
Aquel cuadro levantó una ola de admiración y de discusiones, ya que mientras unos pretendían que era un efecto natural reproducido maravillosamente, otros sostenían que era puramente fantástico, y que la naturaleza no producía nunca efectos semejantes.[4]
El rayo verde, aquel último haz de luz solar justo antes del ocaso, otorgaba la felicidad a quien tenía la suerte de contemplarlo, ese rayo verde es una ingenua maravilla de la naturaleza que conmueve a los genuinos ingenuos que lo ven, que lo ven por que lo buscan, que lo ven por que confían y que obtienen su felicidad por que creen en ella. Una maravilla que nos devuelve a lo esencial, a la inocencia de lo elemental pero indispensable. Para los que no lo han visto, Miguel Gómez Losada, el pintor visionario –porque él si que ha visto- trata de mostrárnoslo, de darnos la llave, de iluminarnos para abrirnos el camino hacia sus visiones de un nuevo mundo, primeras flores y otras hierbas, el frío, las estrellas, y que todos terminemos, de una forma u otra, real o imaginada, encontrando nuestro paraíso, nuestros propios rayos verdes, aquellos que sin duda han de colmarnos de felicidad.
[1] Arnhem Neusüss, Utopía, Barral Editores, Barcelona, 1971, p. 34.
[2] Roger Bartra y Pilar Pedraza, El salvatge europeo, CCCB, Barcelona, 2004, p. 116.
[3] Wenceslao Fernández Flórez, El bosque animado, Anaya, Madrid, 1986, p. 7.
[4] Julio Verne, El rayo verde, Ediciones Orbis, Barcelona, 1986, p. 188.